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Liderazgo: El Poder de la Pasión, el principal motor para el éxito
El Poder de la Pasión

El Poder de la Pasión

Si tengo que nombrar cuatro escalones obligatorios que un jugador de fútbol tiene que subir para alcanzar el profesionalismo, serían los siguientes:

• La naturaleza: que, como la belleza, te elige. No hay gran futbolista que no tenga, en su base genética, ciertas ventajas relacionadas con la coordinación, la visión y el talento físico. Dicho desde el aporte de Howard Gardner sobre las inteligencias múltiples, un deportista tiene que nacer con una predisposición natural en los campos de las inteligencias espacial y corporal.

• La práctica: que se logra familiarizándose con el juego durante muchas horas al día. César Luis Menotti hizo gráfica la idea diciendo, con razón, que era altamente improbable un Maradona japonés. Maradona, como Di Stéfano antes y Messi después, es hijo de un país enfermo de fútbol y eso le permitió aprovechar toda su energía y tiempo libre para jugar. Ese es el único modo de profundizar en el patrón creativo y ayudar a que el talento encuentre modos originales de defenderse de los defectos. ¿Cuántos miles de regates habrá hecho Maradona hasta realizar aquella obra de arte memorable ante los ingleses, que culminó con el mejor gol de la historia del fútbol?

• La exigencia: para aprender las nociones básicas del oficio y lograr que se hagan útiles, dentro de un equipo, las condiciones naturales. La exigencia fortalece virtudes, pule defectos y asegura la mejora continua, que es el primer desafío del buen profesional.

• Y por último, la pasión: que hace no solo aceptables, ,sino agradables, todos los sacrificios a los que obliga el deporte de alta competición. La pasión contiene el amor a la tarea, y esa emoción se las ingenia para convertir en reto las largas sesiones de entrenamientos; en tolerable, la disciplina de eso que hemos dado en llamar «entrenamiento invisible»; en seductores, los sueños que anticipan días de gloria.

La pasión como motor

El talento siempre ha necesitado de energía, y no existe mejor energético que la pasión. Para afrontar las dificultades, para seguir los objetivos con tenacidad, para sostener la fuerza creadora. La pasión exagera porque esa es su naturaleza; pero ¿acaso no exageran esos cuerpos que parecen esculpidos por Miguel Ángel y que se tensan hasta lo increíble cuando compiten? ¿O no exagera el que entrena durante años con una disciplina franciscana? Basta con que pensemos en Cristiano Ronaldo y su lucha obsesiva por la perfección, o en Usain Bolt y la presión de defender, en menos de diez segundos, años de sacrificio. En todo medio competitivo es imprescindible desafiar día a día los límites, y ese camino solo lo recorre un hombre que le pone alma a las cosas que emprende.

Que el deporte es un ejemplo espectacular de esa lucha continua por llevar las fronteras un poco más allá, lo comprobé yo mismo en la Final de la Copa del Mundo de 1986. La noche anterior no logré dormir ni un minuto. Se jugaba al mediodía con el calor asfixiante del mes de junio, en la altitud de México D.F., y me tocó cumplir con una misión inesperada: hacerle un marcaje «hombre a hombre» a Briegel. No se trataba de un jugador cualquiera, sino de un ejemplar alemán del tamaño de un armario empotrado que había competido con éxito en pruebas de pentatlón en su Alemania natal. Ángel Fernández, popular locutor mexicano que hacía un uso brillante de las metáforas, dijo en el transcurso de un partido: «Ahí viene Hans-Peter Briegel, que en alemán quiere decir Ferrocarriles Nacionales de Alemania». Merecía ser cierto. Apenas cumplidos dos minutos de mi abnegada misión, me acerqué a la banda a reclamar agua porque tenía la garganta tan seca que no me entraba ni el aire. Mala serial porque, en el mejor de los casos, a mi cometido aún le quedaban 88 minutos. Bebí con desesperación y tomé una decisión: correría hasta desmayarme. Se trataba del partido más importante, del más esperado de mi vida, y no cabían términos medios. Toda decisión, aunque sea algo trágica, tranquiliza mucho. Y me puse a correr, en ocasiones detrás de Briegel, en otras detrás de la pelota, en otras detrás del gol... Dos o tres veces tuve un escalofrío que me subió de los pies a la cabeza y como estaba seguro de que se trataba de la señal esperada, me dije: «Ya está, ahora me desmayo». Pero no ocurría. Y como no ocurría, seguía corriendo impulsado por la pasión, por la excepcionalidad del momento, por el sentido del deber... y porque no me desmayaba. Hasta que el árbitro, en un inolvidable gesto de generosidad, marcó el final del partido. ¿Cansado? Muerto, más bien. Pero la historia del fútbol no conoce ni conocerá a nadie que se sienta sin fuerzas para dar la vuelta olímpica siendo campeón del mundo. Salí de aquel partido con la seguridad de que si la mente está empujada por un gran estímulo, el cuerpo acompaña ensanchando los límites hasta mucho más allá de lo razonable.

Raúl, que como dice el tango sobre el Cafetín de Buenos Aires, es una «escuela de todas las cosas», se pasó la vida ignorando las señales de agotamiento. Después de partidos heroicos lo vi (y más de una vez) tirado en la camilla, envuelto en mantas y temblando como consecuencia de una fatiga extrema a la que no había atendido durante el partido porque el deber llamaba y la pasión impulsaba.

Pasión: la buena peste

Ponerle emoción a las cosas que hacemos es ponerle vida, hacerlas mejor. Porque la pasión, a largo plazo, resulta siempre eficaz. Pero además, tiene otro efecto de gran importancia para quien lidera una organización: es contagiosa. Durante mucho tiempo acompañé mis conferencias con imágenes de un partido vital del F.C. Barcelona entrenado por Louis Van Gaal. El equipo se jugaba la Liga frente al Deportivo de la Coruña, en Riazor. Pep Guardiola salía de una larga lesión de rodilla que lo había tenido fuera de los campos de juego durante casi un año. Van Gaal decidió que aquel partido merecía el aporte de Pep y lo llevó al banquillo de suplentes. Una cámara de Canal + siguió a Guardiola durante toda aquella tarde. Como actor de reparto, Guardiola demostró que no hay lugares secundarios para un líder apasionado: sus gritos, su expresividad, sus ganas de transmitir se observaban en la salida de los vestuarios, en el banquillo o calentando en la banda. La actitud de Guardiola resultaba contagiosa. Siempre tenía algo que decir y nunca se quedaba con las ganas. En la última media hora tuvo la oportunidad de reaparecer, y saltó al campo dispuesto a jugarse la vida. Todo lo que ocurría a su alrededor parecía trascendente. Seguía hablando, gesticulando, abroncando, animando... Al final, el Barza perdió aquel partido y todos estaban cariacontecidos, menos Pep, que daba la impresión de que había perdido a un familiar cercano. Desde cada lugar que ocupó durante aquel partido, tenía algo que transmitirle al equipo, pero lo que decía no era lo relevante. Importaba más su lenguaje corporal. Aquella tarde me quedó clarísimo que, antes que un mensaje, lo que Guardiola transmitía era una emoción. Que nadie lo dude: es la actitud la que convence. Me resulta fácil suponer que ese efecto se habrá multiplicado cuando la vida le dio la oportunidad de poner toda esa expresividad al servicio de su condición de entrenador.

En Fútbol indómito, biografía de José Antonio Camacho escrita por Jesús Gallego, Vicente del Bosque apunta: «Camacho poseía un valor fundamental, la emoción sin límites con que vivía el fútbol, cada partido, cada entrenamiento». Como testigo personal de ese tiempo, me resulta inolvidable la actitud de Camacho en aquellas famosas remontadas que, en los años ochenta, terminaron por darle al Real Madrid dos Copas de la UEFA seguidas. En esas noches europeas donde se acuñó la expresión de «miedo escénico», el Santiago Bernabéu hervía con más de cien mil aficionados, muchos de pie, jugando cada uno de ellos su particular partido desde las gradas.

Pero el primer ultra que los jugadores veíamos a primera hora del día era Camacho. No más allá de las ocho de la mañana irrumpía en las habitaciones como si el partido estuviera a punto de empezar, y era necesario satisfacer su curiosidad, porque de lo contrario no se marchaba. En mi caso, lo que quería saber era lo siguiente: «¿Cómo vas a cabecear los córners esta noche?». José Antonio no era un teórico, de modo que una simple respuesta resultaba insuficiente. Exigía una demostración. Y de inmediato. Había que levantarse, saltar y cabecear al aire. Una vez hecha la demostración, uno intentaba seguir durmiendo y Camacho se marchaba hacia otra habitación, hacia un nuevo objetivo al que inocularle pasión. Ninguna habitación se quedaba sin ser visitada. ¿Para qué negarse, si todos sabíamos que siempre se las ingeniaba para imponer su voluntad? No había opción, porque donde la pasión no llega con el ingenio, llega con la insistencia.

Son muchas las empresas que entierran la pasión bajo capas burocráticas que aniquilan la espontaneidad. Porque el exceso de control, no lo olvidemos, destruye toda iniciativa y convierte la docilidad en un valor. Solo gente como Raúl, Guardiola o Camacho nos recuerdan, con sus actitudes, que el control mata la vida. Y solo la pasión la devuelve.

La pasión mira lejos

La pasión es ambiciosa por naturaleza y está bien que así sea. La ambición bien entendida está relacionada con el espíritu de superación y, como ya manifesté, esa es la primera regla del buen profesional.

Sobre la sana ambición, Cristiano Ronaldo puede escribir una enciclopedia. Se trata de un jugador de unas condiciones naturales extraordinarias; pero como aspira a la perfección, no se da tregua y convierte cada día de su vida en un nuevo desafío. Vive para ser el mejor y lo demuestra entrenando, descansando, comiendo y elevando su nivel de exigencia permanentemente. Durante algún tiempo, en España se le criticaron sus actitudes. Determinados gestos, desplantes y hasta declaraciones volvieron muy severos los juicios de algunos medios. Mal hecho. A los artistas hay que medirlos por su obra y no por su vida. Y la obra de Ronaldo es irreprochable. No solo porque le sale el talento por todos los poros, sino porque es un ejemplo de profesionalidad. Aquellos jóvenes que imitan su peinado, que le envidian la novia y que sueñan con su Ferrari, deberían olvidarse de lo secundario para imitarle en lo sustancial: la entrega total y absoluta hacia sus deberes profesionales y la obsesión por ser cada día un poco mejor futbolista.

César Farías, entrenador de la Selección Venezolana, tenía fundadas posibilidades de disputar el Mundial de Brasil de 2014, y se encontraba muy presionado por la opinión pública, que le pedía la clasificación como si se tratara de una obligación y no de una gesta. Empezar bien la fase clasificatoria aumentó la expectativa y la exigencia. No parecía justo, teniendo en cuenta la historia futbolística del país. Venezuela nunca se clasificó para un Mundial. En todo caso, me pareció interesante saber cómo convivía Farías con esa presión, y en un café que compartimos en Madrid a comienzos de 2012 me confesó que no hacía nada para calmar esa demanda popular y mediática. Al contrario, la veía positiva. Porque esa percepción popular empujaba a la selección hacia lo máximo, y de eso se trata cuando hablamos de alto rendimiento.

Pero la ambición es un desafío no solo ambiental, sino también interior. Gabriel García Márquez decía que cuando iba a escribir un artículo, lo hacía pensando que sería el mejor artículo que se había escrito nunca sobre el tema. A medida que el texto iba creciendo, lo que decrecía era su expectativa, pero nunca su entusiasmo, porque aquella fuerte ambición inicial le había aportado suficiente aliento para, al menos, terminar el artículo de un modo brillante.

Los retos que hay que lanzarle a la ambición son cosa de los lideres. Cuando me tocó ser entrenador del Real Madrid, mandé un mensaje a los jugadores de la cantera. Aproveché una rueda de prensa para decirles que «las puertas del primer equipo no se abrían empujándolas, sino tirándolas abajo». Una manera como cualquier otra de invitarles a comerse el mundo. En los siguientes meses por esa puerta entraron no menos de diez jugadores que hicieron carrera en Primera División; entre ellos, Raúl González, un himno a la ambición. Pero ambicioso todos los días de su vida y a todas horas: cuando jugaba, claro, pero también cuando entrenaba, cuando hablaba, cuando comía, cuando descansaba... Solo así se explica cómo, sin ser el más rápido, ni el más fuerte, ni el más técnico, ni el más creativo, pasó a convertirse en uno de los mejores jugadores del mundo: máximo goleador de la historia del Real Madrid, máximo goleador de la historia de la Champions League y máximo goleador, en su momento, de la Selección Española.

En su último enfrentamiento internacional en Europa, jugando en las filas del Schalke 04 y frente al Athletic de Bilbao, Raúl también demostró que la pasión es la mejor detectora de oportunidades que existe. Al comienzo de la segunda parte del partido de ida, el conjunto alemán se puso por delante en el marcador (2 a 1). Fue en ese momento cuando Raúl, que había marcado los dos goles, detectó la debilidad del rival y entró en combustión. Corría, presionaba y le gritaba a sus compañeros como si estuviera ante una última oportunidad. Me resultó emocionante ser testigo de esa exhibición de inteligencia y esfuerzo que había visto tantas veces en el Real Madrid. Al terminar el partido, me crucé con Marcelo Bielsa (entrenador del Athletic y gran admirador de Raúl) y aún le duraba el impacto de esa imagen: «¿Viste a Raúl?... Olió la sangre».

Mientras escribo estas líneas, Raúl sigue corriendo detrás de un propósito de superación en Qatar, tras pasar dos años en Alemania convirtiéndose en un ídolo en el Schalke 04. Elegí este capítulo sobre la pasión para hablar de él, pero podría haberle encontrado un lugar para el homenaje en cualquiera de los once poderes, porque Raúl, como ejemplo andante de deportista, honra cada uno de ellos.

El motor gripado

Jorge Bernardo Griffa es, quizás, el mejor forjador de jóvenes talentos del fútbol argentino de los últimos treinta años; esto es, el mejor maestro. Hace algún tiempo, hablando del progreso desigual de los jóvenes futbolistas, se me ocurrió preguntarle si en su larga experiencia había percibido algo incurable que atentara contra la evolución de un jugador joven. Su respuesta fue fulminante, hasta cambió su gesto para nombrar al supuesto enemigo: «la indolencia», me dijo. La indolencia es el nombre que le damos a la desconexión emocional entre el hombre y la tarea que desarrolla. Que una quinta parte de los trabajadores del mundo desarrollado reconozcan que no están comprometidos ni con la empresa, ni con el trabajo ni con los directivos es un dato atroz. Si esto no preocupa a los empresarios es porque no lo saben, no les importa o no se sienten capaces de revertir la situación.

Cualquiera que sea la razón, seguimos estando ante la misma catástrofe cotidiana.

Es verdad que hay trabajos poco inspiradores, pero lo cierto es que la misma encuesta que nos habla de la falta de compromiso nos revela que, en el 86 por ciento de los casos, los trabajadores están satisfechos con su trabajo. Según Julie Gebauer, que dirigió el Global Workforce Study en la investigación inspirada por Towers Perrin, si queremos transformar el gusto por el trabajo en compromiso, hay tres elementos críticos que él convierte en preguntas:

1. ¿Hay oportunidades para crecer dentro de la empresa?
2. ¿Tiene la empresa una reputación que impacta positivamente en el orgullo de los trabajadores?
3. ¿Son fiables y confiables nuestros jefes?

No parece tan difícil sacudir la indolencia, siempre y cuando exista una voluntad empresarial para hacerlo. El otro antídoto contra la desgana o el desinterés es, hay que insistir en ello, la pasión. Por la sencilla razón de que la pereza es una tentación que la pasión no conoce.

La pasión sabe enfocar

En El mundo de ayer, Stefan Zweig cuenta que un día visitó el estudio de Auguste Rodin, el gran escultor de la época. En medio de la animada charla, el artista se puso a corregir un detalle insignificante de su última creación. A los pocos minutos, Rodin estaba totalmente volcado en su escultura hasta el punto de olvidar a su visitante. Zweig, asombrado, escribió que «había visto revelarse el secreto de todo arte grandioso». No me extrañó la hermosa evocación de Zweig. Estoy convencido de que si Pelé o Maradona están en una fiesta con un impecable esmoquin y, de un modo imprevisto, alguien les lanza un balón embarrado, el instinto les haría pararlo con el pecho anteponiendo la pasión por el fútbol a la etiqueta y la compostura exigidas.

Ideas clave

En cualquier ecuación cuyo resultado final aspire al éxito, no puede faltar su principal motor: la pasión. Su origen lo podemos encontrar en el amor a la tarea, en la identificación con los valores de la empresa, en la conexión emocional con el entorno o en una naturaleza de por sí apasionada.

La pasión tiene la virtud de ser contagiosa. Un hombre apasionado es capaz de arrastrar a un equipo entero con su desbordante entusiasmo. Pero además, la pasión es ambiciosa y tiene la capacidad de detectar oportunidades con mucha facilidad, porque sus sensores están siempre activados. Raúl nos sirve de inigualable ejemplo para demostrarnos cómo un estado de ánimo apasionado trabaja a favor de la eficacia.

Para sacudir la indolencia que producen trabajos poco estimulantes, una empresa debe ofrecer a su gente posibilidades de progreso, generar orgullo de pertenencia y asegurar unas relaciones personales francas y respetuosas.

Claro que el apasionado puede perder, pero lo que nunca hará es rendirse porque la perseverancia es una característica de estos hombres indómitos que tienen la virtud de rebelarse ante la derrota.

Fuente: Los 11 Poderes del Líder, Jorge Valdano. DeGanadores les recomienda su lectura.

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