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Influir positivamente en nuestro entorno, empieza por amarnos y creer en nosotros mismos
empieza por amarnos y creer en nosotros mismos

empieza por amarnos y creer en nosotros mismos

Sorita Heng es una maravillosa bloguera camboyana. Tiene diecinueve años y vive en Phonom Penh, la capital de Camboya. Fue una de las blogueras del programa Voces de la juventud de Unicef durante el curso 2015-2016 y me gustaría compartir uno de sus relatos porque creo que confirma que uno de los pilares del futuro de la educación es conocer y saber más sobre nuestra habla interna, y así poder revolucionar nuestras tomas de decisiones vitales:

«Tenía los ojos inundados de lágrimas. Era miércoles por la tarde y estaba pedaleando en la bicicleta estática después de haber sido testigo de la cascada de elogios que había recibido la nueva creación literaria de mi (inteligente, guapa y talentosa) pareja. El ser crítico que llevo dentro estaba causando estragos, tal era la vehemencia de su descontento. Amarga y envidiosa, cruel y censuradora, me recordaba una vez más mi basurero creativo y mi incompetencia: no estoy creando nada. Ni siquiera se me da tan bien escribir y, además, soy muy lenta. No tengo ninguna otra aptitud o talento que destaquen. Mi inteligencia es mediocre, mi memoria está por debajo de la media, y a mi pensamiento crítico le falta serenidad. Soy una continua decepción para mí misma, inútil y sin valor.

Sin tregua, igual que mis pies en los pedales, me precipitaba en la espiral del caos de los pensamientos negativos. Me sentía inmensamente cansada de este drama reiterado en mi mente. La envidia, la insatisfacción, todo. Nada tenía sentido. Me asaltó la idea de que, cuando muera, nada de eso importará.

Todos esos pensamientos, recuerdos, expectativas frustradas, el sufrimiento, dejarán de existir.

Entonces, la idea de la muerte fue un alivio. El «todos vamos a morir» dejó de ser un impulso motivador. 

Dejó de inspirarme para aprovechar el momento. Y se convirtió en «todos vamos a morir, así que, ¿por qué no morir ahora mismo?».

Me gusta pensar que esos arrebatos de odio intenso y destructivo hacia mí misma son como las tormentas: llegan y se van. Después puede que haya unos días o semanas de sol antes de que los nubarrones grises se agolpen para provocar el próximo aguacero torrencial. Estoy a merced de cualquier detonante trivial, desde el contenido de mi muro de Facebook hasta una observación tonta hecha por mí misma. Si lo uno a mi frecuente privación de sueño, la mayoría de las veces me encuentro impotente para poner fin a la ira de mi crítica interior.

Pero sé que no soy la única descontenta conmigo misma. Hay muchos más jóvenes vulnerables a los cuchillos de la baja autoestima. Los que albergan la rabiosa ansiedad de ser suficiente; los que sienten que no hacen nada bien; los que no pueden ver nada bueno en sí mismos y ponen a los demás en un pedestal; los que aprendieron a compararse con otros en vez de admirar sus propias cualidades; los que sufren o han sufrido acoso; los que han sido rechazados; los que se han atrapado a sí mismos en sus fracasos; los que no se sienten capaces de estar a la altura de lo que exige la sociedad.

A través de nuestras experiencias concebimos la imagen de la persona ideal que deseamos ser —la que creemos que es merecedora de amor, digna de elogio, significativa—, y nos reconcome el desprecio por nuestro verdadero yo, que no cumple nuestras expectativas. En nuestra mente hay voces malignas que se mofan de nuestra existencia. Si las palabras fuesen balas, nos estaríamos disparando a nosotros mismos. Nos decimos que no tenemos remedio, que somos inútiles e indignos. Nos lanzamos insultos cuando tendríamos que estar echando mano del botiquín de primeros auxilios.

Ese miércoles por la tarde, el ser crítico que llevo dentro me dijo que yo no era más que un desperdicio del que habría que deshacerse. Así fue como, exhausta y abrumada por la falta de sentido de todo, me pregunté: ¿Por qué no ahora?

¿Qué sentido tiene vivir? ¿Por qué no aprovechar el momento en que cualquier recuerdo épico se extinguirá tan pronto como mi conciencia haya desaparecido? ¿Para qué hacer nada si sabemos que el olvido es inevitable?

Antes aceptaba la idea de que la vida no tenía ningún propósito ni ningún significado profundos. Desde el punto de vista de la evolución, estamos aquí para reproducirnos, así de simple. Pero, al parecer, necesitamos algo más que eso para sostener nuestra voluntad de vivir. Y siempre he pensado que nos corresponde a nosotros, y a nadie más, construir nuestro propio propósito, dirigir nuestras vidas como queramos. Sin embargo, en aquel momento, el odio hacia mí misma me dominaba hasta tal punto que intentar concebir cualquier clase de objetivo en la vida parecía trivial en mi existencia pasajera.

Ante este existencialismo, por alguna razón, mi mente derivó mis pensamientos hacia la idea de la ayuda a los demás y al mundo de la siguiente generación. Sorprendentemente, imaginarme a mí misma integrada en el esfuerzo colectivo de dejar un mundo mejor calmó algo a mi crítica interior. Me aferré a la idea. Esa noche, en mi diario, escribí:

«Tal vez el nihilismo sea demasiado egocéntrico; tal vez se concentre demasiado en la nada del final de la propia existencia. Quizá ponga la vista demasiado lejos, en un olvido universal que por ahora no podemos ver, sino solo predecir con confianza. A lo mejor, un posible escape para el doliente mortal es pensar más allá de uno mismo y pensar en el futuro que está a la vuelta de la esquina. El futuro de la siguiente generación, de los niños que brotarán del universo para probarlo. Los futuros niños, que irán más allá en su exploración de los matices del cosmos. Los futuros niños, que experimentarán emociones, sensaciones, recuerdos. Los futuros niños, que vivirán en las condiciones que nosotros hayamos dejado. Los futuros niños, que crearán arte, tecnologías avanzadas y darán forma al mundo en el que vivirá la siguiente generación».

Es asombroso pensar que el mundo en el que vivimos yo y otros 7.000 millones de personas en este preciso momento —desde los alimentos que saboreamos hasta la cultura que nos rodea, las tecnologías de las que disfrutamos, y desde una perspectiva más sombría, los problemas y las tragedias a los que nos enfrentamos— ha sido modelado por las acciones colectivas de todos los seres humanos que han existido. Esta idea me sitúa en la intrincada red de la actividad humana pasada y presente. Experimento una sensación de conexión con el viaje de nuestra especie, y con ella, una chispa minúscula de reenganche a la vida.

Todos queremos dejar huella, y lo hacemos a diario. Cuando consolamos a un amigo, dedicamos tiempo a nuestra familia, hacemos la compra, vemos la televisión, escribimos comentarios en las redes sociales, reenviamos tuits, compartimos las noticias, etcétera, estamos influyendo, poco o mucho, en la vida de otra persona. Todos estamos interconectados. Estamos construyendo constantemente el mundo en el que vivirá la siguiente generación. Y creo que esforzarnos juntos por hacer de este mundo un lugar mejor para la gente que tenemos a nuestro alrededor y, por lo tanto, también para nuestros sucesores, a nuestra humilde manera, puede ser la fuente de ese sentido satisfactorio tan vital para nosotros.

Como dice Hank Green, mi youtuber favorito, en un vídeo cargado de significado: «Solo puedo pedir que mis esfuerzos olvidados se sumen a los esfuerzos olvidados de otras personas que han hecho que la vida en la tierra sea mejor».

Dicho esto, soy consciente de que quizá hacer del mundo un lugar mejor puede aumentar la presión y el estrés que ya tenemos porque hay que hacer algo, hay que ser útiles. A este respecto, me consuelo centrándome en los pequeños actos. Hay que poner el acento en el esfuerzo colectivo. No hace falta que cambie el mundo o influya directamente en millones de personas. Dar amor a mi familia y a mis amigos, estar a su lado en los momentos difíciles, esforzarme por ser siempre amable y compasiva, hacer las cosas que me gustan... Con eso basta.

Influir positivamente en nuestro entorno empieza por amarnos y creer en nosotros mismos. Es un proceso interactivo que tenemos que alimentar constantemente. A lo mejor no tendríamos que esforzarnos por ser más dignos de amor, sino amar más. Porque amar más —incluso a aquellos a los que resulte más difícil amar— significa cultivar en nosotros la bondad, la compasión y la disposición a perdonar. No siempre somos capaces de hacerlo —no somos santos— pero, aun en ese caso, no debemos tratarnos con desprecio, sino con paciencia y comprensión.

Nuestro camino no va a ser fácil. El odio por uno mismo es un hábito difícil de desaprender. Empecemos siempre por cosas pequeñas. Fijémonos expectativas realistas. Cuidémonos como los jardineros cuidan sus flores, con paciencia y esperanza.

Creo que podemos lograr cambios positivos en nuestras sociedades. Es cuestión de cómo hagamos uso de nuestros intereses y nuestras capacidades. Y si ninguno de los que tenemos actualmente encuentra eco en nosotros, entonces no tenemos más que seguir explorando cosas nuevas. En nuestro viaje también es importante tener en cuenta las oportunidades que se nos dan o se nos han dado, y ajustar a ellas nuestras expectativas en relación con nosotros mismos. Esto es lo fundamental para protegernos del peso aplastante de la decepción.

Llegados a este punto, quizá dé la impresión de que yo ya lo sé todo. Créanme, no es así. Sigo sintiéndome insegura; sigo luchando; sigo sin aceptar mis propios consejos y los de los demás. Pero dentro de mí hay una esperanza incipiente, y por ahora no quiero dejar de avivar ese fuego.

Por último, recuerden esto: el hecho de que estemos vivos es asombroso. Las probabilidades de nuestra existencia son prácticamente nulas, así que nunca perdamos de vista la maravilla de estar viviendo la experiencia del universo. Sigamos alimentando esa curiosidad.»

El relato de Sorita Heng nos demuestra cómo es posible reconstruir con palabras positivas el habla interna, para superar los pensamientos autodestructivos de otras palabras seductoras que nos conquistan y nos desconectan de la realidad. Nos ayuda a evaluar cuánto tiempo dedicamos a prestar atención a las palabras que nos permiten «ver» los aspectos positivos de la realidad o cuánto tiempo dedicamos a las palabras que adquieren forma de tormentas que atraviesan nuestro cuerpo y nuestra alma y dejan que los aspectos negativos de la realidad nos invadan. Sorita Heng nos enseña cuáles son las palabras que, durante las tormentas, pueden guiar la mirada y el habla interior.

Hay palabras que tienen demasiado poder sobre nuestra vida. Son palabras salvajes que surgen de nuestro interior, que dibujan un futuro lleno de desilusión y nos afligen con todo tipo de preocupaciones. El reverso es la esperanza. Dolor y sufrimiento junto a la esperanza y a la alegría. No existe lo uno sin lo otro. Amplificar la alegría y dar volumen a la vida es lo que Sorita Heng nos recomienda. Es una decisión para elegir esas palabras que vienen dotadas con futuro. Palabras con las que podemos equipar nuestros sistemas educativos.

Sorita nos habla de esa habilidad para mantener, a través de las palabras, estados positivos que nos lleven a experimentar la felicidad. Nos cuenta cómo se recupera de las tormentas y de esos estados negativos que se instalan en su mente. Nos relata, con inteligencia práctica, cómo concentrarse, empezando por cosas pequeñas, «pequeños actos», palabras y acciones habitadas con los que tenemos a nuestro lado, «influir positivamente en nuestro entorno empieza por amarnos y creer en nosotros mismos».

Ante todo, no hacerse daño a uno mismo significa «cultivar en nosotros la bondad, la compasión y la disposición a perdonar». Y, por último, equiparnos con la generosidad, «que mis esfuerzos olvidados se sumen a los esfuerzos olvidados de otras personas que han hecho que la vida en la tierra sea mejor».

Fuente: Educar en Lenguaje Positivo de Luis Castellanos

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