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El Carácter Excelente del Genio, todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal
La fe es la fuerza del genio.

La fe es la fuerza del genio.

Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con tesón. Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y arista:

Firmeza y luz, como cristal de roca.

Breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto o La Bruyére. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en su ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus afectos, fieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota: como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral que les sirve de esqueleto o armadura. Son alguien. Su fisopomia es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. Las gentes domesticadas los temen, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea o de una pasión los hace inadaptables a su medio, exagerando su pujanza; más, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.

Los caracteres excelentes son indomesticables: tiene su norte puesto en su Ideal. Su "firmeza" los sostiene; su "luz" los guía.

La desigualdad es la fuerza y esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que vive es incesantemente desigual. En cada primavera florecen unos árboles antes que otros, como si fueran preferidos por la Naturaleza que sonríe al sol fecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo o se formula una doctrina, algunos hombres excepcionales anticipan su visión a la de todos, la concretan en un ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos. Heraldos, la humanidad los escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una era o señalan una ruta; sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades, poniendo su firma en destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas.

La genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño de una misión trascen dental. El hombre extraordinario sólo asciende a la genialidad si en cuentra clima propicio: la semilila mejor necesita de la tierra más fe cunda. La función reclama el órgano: el genio hace actual lo que en su, clima . es potencial.

Ningún filósofo, estadista, sabio o poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico o inoportuno; necesita condiciones favorables de tiempo y de lugar para que su aptitud se convierta en función y marque una época en la historia. · El ambiente constituye el "clima" del genio y la oportunidad marca su "hora". Sin ellos, ningún cerebro excepcional puede elevarse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para crearla.

Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente a la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvia. Ese es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal implícito en el porvenir inminente o remoto: presintiéndolo, intuyéndolo, enseñándolo, iluminándolo, imponiéndolo.

La obra del genio no es fruto exclusivo de la inspiración individual, ni puede mirarse como un feliz accidente que tuerce el curso de la historia; convergen a ello las aptitudes personales y circunstancias infinitas.

Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece, personificando nuevas orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia como artista o profeta, las desentraña como inventor o filósofo, las emprende como conquistador o estadista. Sus obras le sobreviven y, permiten reconocer su huella, a través del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: vuela y vuela, superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a deshoras ese hombre viviría inquieto, fluctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un genio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio, mientras no le correspondiera ese nombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le falta la oportunidad en su ambiente.

Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada aptitud, significa mirar como idénticos a todos los que se elevan sobre la medianía; es tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inferiores. El genio y el idiota son los términos extremos de la escala infinita. Por haberlo olvidado mueven a reír las estadísticas y las conclusiones de algunos antropólogos. Reservemos el título a pocos elegidos, Son animadores de una época, transfundiéndose algunas veces, en su generación y con más frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.

La adulación prodiga a manos llenas el rango de genio a los poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay, sin embargo, una medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra, honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.

Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias convergerán a que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su destino, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo.

En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscriptos, desestimados o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo, que es donde triunfan los genios. Su victoria no depende del homenaje transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de su propia capacidad para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba cicuta, Cristo muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias de la historia de los pueblos o de las doctrinas. Y el genio se conoce por la remota eficacia de su esfuerzo o de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos.

La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido fundar cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y de la voluntad.

Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles.

Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.

Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en la evolución de su pueblo o de su arte.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria a todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la Humanidad; tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuantos le acosan con furor, de todos los costados.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión; "Golpea tu corazón, que en él está tu genio", escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta .encenderlo, para agrandarse a sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo.

La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático.

La fe se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias. Saúlo persigue a los cnstJanos, con saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y no amordaza. Muere él por su fe pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas o mandamientos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal.

Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conviene fomentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño, apasionadamente, con la más honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a su advenimiento·.

Hay algo más humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoría de lo divino: el ejemplo de las altas virtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.

Fuente: Basado en el libro El Hombre Mediocre de José Ingenieros

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